Daniel tenía un precioso estuche de colores donde guardaba un montón de pinturas para colorear sus dibujos. Todas estaban desgastadas por el uso. Todas excepto el color blanco. Cada vez que Daniel sacaba sus pinturas del estuche, el color blanco siempre se quedaba dentro. No necesitaba colorear aquello que era blanco y eso ponía muy triste a la pintura.
Un día, el blanco decidió rodar y salir fuera del estuche con la esperanza de que se fijase en él y lo cogiese, pero al instante, Daniel volvía a ponerle dentro de nuevo.
Las demás pinturas le decían que no se preocupase, que algún día no le quedaría más remedio que pintar con él. La pintura blanca pensaba que ese día nunca llegaría porque ella no podía dar color a algo que ya era blanco y había muchas cosas que lo eran.
Pero ese día llegó. A Daniel le habían dado en el colegio una cartulina negra para que dibujase un paisaje con nubes, montañas, ríos, flores....
Cuando Daniel fue a hacer su dibujo y cogió su lápiz vio que lo que había dibujado casi no se veía sobre la cartulina negra. Estuvo buscando una solución durante un buen rato, pero no se le ocurría nada. Mientras Daniel pensaba, la pintura de color blanco gritaba ¡pinta conmigo!, ¡pintaaaaaaaaaaaaa conmigooooooooooo!
Al final, Daniel decidió consultárselo a su mamá, quien le dijo que repasase su dibujo con el color blanco y que pintase las nubes y la nieve de las montañas del mismo color.
Daniel cogió el color blanco y comenzó a repasar su paisaje. Cada linea que trazaba se veía tan bien, que aquella pintura le pareció mágica.
A partir de entonces, Daniel decidió experimentar con ella y descubrió que podía cambiar la intensidad de los demás colores utilizando el blanco. Así, cada vez que cogía su estuche nunca se olvidaba de coger su pintura blanca que además acabó por convertirse en su color favorito.
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